lunes, 9 de enero de 2017

Odebrecht y la “normalidad” de corromper

Lo más impactante de una visita a un campo de concentración es cuando te muestran los esfuerzos de los nazis por dotar de normalidad el proceso del Holocausto. Libros encuadernados con piel humana (judía), jabones, productos del refinado arte de matar que, al ingresar a la vida cotidiana, son aceptados por todos. La crueldad de su génesis evadida. Cuando la cotidianidad rodea un acto de horror, éste disminuye por lo menos entre quienes se esfuerzan por no condenarlo, sino aceptarlo como parte de la vida.

Leer las noticias sobre el caso Odebrecht recuerda esa normalidad impuesta al yerro, al delito. Esta empresa había instalado una división completa de personas "normales”, con profesiones "normales” para resolver de manera que parezca "normal” todo el procedimiento para pagar y negociar millonarios sobornos.

Y claro, cómo no habrían de necesitar una división completa de profesionales, si éstos debían manejar más de 400 millones en "gratificaciones” al margen de la ley.

La ingeniería para evitar el rastro de cada dólar es tan impresionante como las carreteras, túneles y edificaciones de sus ingenieros. Tan normal el trabajo que asentaba sus oficinas en los más respetables barrios de Nueva York, Río de Janeiro, Buenos Aires, entre otras ciudades. Oficinas que funcionaban en horario normal, pagaban impuestos y hacían lo que hacían al claro de la luz del día.

Que ello sucediera a lo largo de una década, por lo menos, y que lograra infiltrarse en varios gobiernos locales como nacionales, de distintas tendencias ideológicas, hace comprender la magnitud de esta "normalidad” de la cual han rodeado la corrupción. Y de ahí su poder.

La justicia estadounidense logró desenmascarar lo profunda y fuerte de la cultura de corrupción en Latinoamérica, lo enquistada que se halla en las prácticas cotidianas de funcionarios medios y altos de regímenes del llamado socialismo del siglo XXI y de los otros. La corrupción es, se ve, transversal a la ideología y al tamaño de un país (sucede igual).

Focalizar y satanizar a Odebrecht sería lo más cómodo para funcionarios públicos, empresarios y otros cómplices. Y también para ahondar esta cultura de entender a la corrupción como "normal”. Si el peso del acto corruptor quedara en la empresa brasileña, el delito de los otros podría percibirse como menor.

La complicidad, finalmente, no es la incitación al crimen. Y ése es un peligro latente, pues si la ley estadounidense no consigue desenmascarar a quienes recibieron los sobornos y nuestros países no son capaces de juzgarlos, ya desde las instituciones, ya desde la sociedad civil, la corrupción será aún más poderosa que el narcotráfico y las mafias organizadas.

Este es el mayor golpe a la democracia latinoamericana después de la ola de gobiernos de facto. La ha retratado con sus instituciones débiles, procesos de control ciudadano ausentes casi en su totalidad. Si la corrupción goza de buena salud, está visto que la de los valores democráticos está en picada.

Este hecho nos hace comprender que la corrupción así de generalizada, es producto de varias décadas de tolerarla, de virar la vista ante ella; de, por lo menos, tres generaciones que infringieron o fueron cómplices de algún acto de corrupción; de una cultura de coimas chicas pero diarias, que quebrantan la credibilidad y el respeto en las instituciones.

En suma, de un sistema de valores revertido, en el que el respeto a la ley tiene tantas salvedades que se halla diluido. Una dilución que permite que los actos chicos crezcan y la impunidad reine. Impunidad que lleva a pensar que la corrupción es "normal” y que no hace daño a nadie.

Luego de este golpe de realidad devenido del juicio a Odebrecht, la tarea de reconstrucción del
tejido social y de los valores sobre los que construimos los comportamientos diarios será sin duda una de las mayores de estos últimos 50 años.

Titánica tarea, pero no imposible, que requerirá cambiar la manera en que se consigue el éxito económico en Latinoamérica (fortunas amasadas en tiempo récord) y el respeto al bien común.

María José Rodríguez es especialista en comunicación
corporativa y crisis

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